Las agujas
“Somos como pájaros de verano
que encaramados en los hombros del invierno
no cesan de anunciar
que los días se alargan.”
William Shakespeare
No desaparecían nunca. Ni siquiera en las requisas más minuciosas, ni en
las más despiadadas. No desaparecían porque las llevábamos puestas. Como una escarapela filiforme cada una de nosotras llevaba consigo sobre el pecho, junto a la solapa del uniforme, una, dos, tres agujas. Algunas las llevaban prendidas en las puntas del cuello de la camisa y no faltaba la excéntrica que se las ensartaba en los puños. Pero no eran un adorno.
Había de todos los tamaños y grosores.
Las gordas y romas de ojo ancho almendrado servían para bordar. Solo las más pacientes bordaban en petit point; había que usar bastidor, estirar bien la arpillera, sujetarla lo más fuerte posible con los aros y bordar una vuelta de izquierda a derecha y la vuelta siguiente de derecha a izquierda para que no se torciera la tela. Aun así a veces, inexplicablemente, el procedimiento no daba resultado y había que forzar la geometría. Mirá cómo me quedó. Parece un gusano. Ayudame a cinchar a ver si se endereza, vos agarrá de esas dos esquinas y yo de las otras dos. Bueno, dale. No, chiquilinas, tienen que agarrar la arpillera en diagonal…
Más seguro era el punto cruz. Seguro, banal, inocentón. En pulcro punto cruz bordamos en el 80 el tapiz que gritaba la palabra Libertad en estilizados caracteres armenios, indetectables para la censura. Y preferido por las poco amantes de los trazados ortogonales, como yo, era el “punto pincelada”. Las puntadas libres como pinceladas para pintar con lana la Silla de Van Gogh, copiándola de la maravillosa edición de Cartas a Theo de Cedal.
Años después, con punto pincelada y a seis o siete agujas simultáneas, bordamos en la cabecera de una sábana escenas de la vida en el boliche El Resorte que le regalamos a Rita. Ella leía cada noche desde su cucheta un cuento de Juceca para todas las de su celda un rato antes de la “hora de silencio” y las carcajadas que reafloraban incontenibles seguían escuchándose desde las celdas del fondo hasta casi la medianoche. También a cuatro o seis agujas y de casi un metro cuadrado fue el tapiz que hicimos para la familia de Seregni e igual de grande el que le hicimos llegar a Ferreira Aldunate.
Al comienzo de la cana las que hacían maravillas con las agujas eran unas pocas. Las que habían ido a colegio de monjas tenían la destreza adquirida desde la infancia en horas de bordado y vainilla, pero las demás apenas sabíamos hilvanar o coser botones. En el 76, peritas e ignaras, todas nos volvimos expertas remendonas cuando súbitamente se nos rompieron al mismo tiempo los uniformes, las sábanas y los championes. Había culminado la vida útil de “las escafandras”, el primer modelo que nos tocó cuando nos impusieron el uso de uniformes poco después del golpe de estado. Y hasta que nos dieron “las campanas” (el siguiente modelo, de camisas cortitas y con pinzas) ese año anduvimos cubiertas de parches y remiendos hechos de retazos multicolores que casi no dejaban espacio al gris.
Con el andar del tiempo todas, hasta las más torpes, aprendimos a coser, a tejer, a bordar, pero nunca a hacer medias para un general. No era torpe la veterana a la que se le rompió la aguja de aquella máquina de coser que tuvimos a principios del 73, cuando le mandaron coser unos quepis para los oficiales. No eran torpes las compañeras que, durante semanas, con aguja de Penélope hacían como que cosían el forro de un sospechoso estuche –¿para un rifle, para un sable?–, a fines del 75. Sin tijera ni aguja, Ivonne y la Griega cortaron por lo sano cuando, paradas delante de aquella caja a medio forrar rodeadas por el comando en pleno del penal dijeron redondamente: “No”.
Cuando nuestras agujas se rompían no las tirábamos. Las agujas quebradas que calentábamos al rojo vivo e insertábamos en los cabos de los cepillos de dientes viejos servían como punzones para grabar hueso y guampa, para hacer minúsculos agujeritos en pedazos de cuero o para rasguñar invisibles miradores en la pintura de las ventanas, hasta que en el 81 las cegaron con planchas verdes de acrílico.
Los mil y un usos de las agujas los fuimos descubriendo a golpes de ingenio contra represión. Aprendimos que las de hilvanar, delgadas y largas, eran las mejores para que quedaran flojas las cuatro puntadas con que sujetábamos el número que teníamos que llevar cosido en la espalda. Las de crochet eran ideales para insertar los papelitos clandestinos en sus escondites; las de tejer de palo eran perfectas para sostener las figuras de cartón de nuestro “cine” de sombras chinas, y las de metal comunes servían para rescatar, en los períodos de incomunicación y prohibición de tabaco, los puchos nocturnos que en épocas de bonanza se iban acumulando adentro de los tubos de las cuchetas.
Pero las más codiciadas fueron siempre las bien finitas que, ocultas en las costuras dobles o triples de nuestra caparazón gris o pinchadas en la suela de los championes, marchaban con nosotras al calabozo. Tenía que ser minúscula la aguja que llevaba Lola cuando la sacaron al cuartel para interrogatorio en el 75. Cuando semanas después volvió al penal llevaba un anillo de exquisita filigrana en el dedo anular de la mano izquierda. ¿Qué es ese anillo que tenés ahí? Lo hice en el calabozo con mi agujita sacándole hilos al dobladillo de la camisa.
En el calabozo, también, cada una con su aguja, intercambiamos durante un mes con Lilián mensajes que escribíamos diminutamente sobre tablillas que fabricábamos con miga de pan mascada y que nos dejábamos ocultos en el baño. Lilián me contó información fresca de afuera y yo la puse al tanto de la interna carcelaria. Un día la tablilla de Lilián traía otras palabras. Para ayudar a la memoria, como siempre que quería recordar algo para siempre, les puse música. Eran las de Shakespeare.
Escribe: Lucía Fabbri
No hay comentarios:
Publicar un comentario