Revista noteolvides N°1. Marzo 2010.
La resistencia del Sun
Ivonne Trías
El decreto 31/010 de la Unidad Reguladora de Servicios de Energía y Agua (ursea) prohibió el uso del calentador de agua llamado sun por considerar que no cumple con los requisitos de seguridad reglamentarios.
El sun nació en 1962 y su padre, el uruguayo Carlos Caggiani, le puso por nombre Soy Una Novedad y luego, piadosamente, lo apodó: sun. No se sabe mucho más de los primeros años de la criatura. Sí se sabe que en su niñez acompañó las noches largas de los serenos, calentó mamaderas a baño maría, compartió jornadas sin cuenta de estudiantes y sindicalistas. Y, cuando las cosas dejaron de estar tranquilas en Uruguay, el sun también marchó preso.
Allí, entre rejas, era un bien estratégico. ¿Cómo hubieran sido esas horas eternas, sin el sun? Su valor estaba asociado a otro: el mate, a menudo prohibido también porque propiciaba la ronda, la charla en voz baja, la camaradería. Todas ellas actividades sospechosas para los militares, tal vez porque nunca sabrían si en esas ruedas de mate se hablaba de punto cruz o de política.
Cuando llegaba el sun, nuevecito, con su capucha muy blanca y su filamento completo, todo un rulo juvenil, la única instrucción era no olvidarse de meterlo en el termo o la jarra con agua antes de enchufarlo; un error causaba la muerte instantánea del sun, no de la persona. Pero aun cuidando ese aspecto su lozanía duraba poco. Las sales calcáreas, el uso continuo hacían que pronto sufriera su primer cortocircuito. Entonces era desarmado, se estiraba un poquito su rulo y se volvía a armar. Había sun para unos días más. Y seguían por tanto las discusiones acerca de los efectos en la salud humana de los líquidos calentados así, apasionados debates sobre la ionización del agua, hidronios, hidroxilos y otras calamidades.
Cuando la disciplina militar arreciaba no se podía calentar agua en el corredor y tampoco usar –con permiso– el sun. En esos aciagos momentos el aparatito mostraba su talante luchador. Desarmado para pasar las requisas, el pobre rulo estirado al máximo hacía lo que podía y cuando ya no podía, aparecía el neo sun: con dos puntitas de hojilla de afeitar (también clandestina) se formaban los polos que llevarían la electricidad al agua. Era un poco más peligroso y no pocas veces saltaron los tapones del sector, antecedente de la entrada al galope de la policía militar femenina. Pero aquel era, cómo decirlo, un sun femenino, distinto del megasun que inventaron los rehenes en el cuartel de Paso de los Toros.
Cuenta Fernández Huidobro que los soldados solían pedirle a los presos que arreglaran el sun con el que calentaban agua o café con leche. Un día los presos decidieron cortar por lo sano: pidieron a los soldados “dos tapas de latas de cocoa, algunas de botella o, en su defecto, material aislante de similar capacidad y que con las bayonetas (que por fin sirvieron para algo) produjeran cuatro agujeros en cada tapa, perpetrados lo más prolijamente posible a cuarenta y cinco grados uno del otro. Aunque parezca mentira, los soldados del Ejército manejaban el asunto de los grados mucho mejor que el Almirante Márquez. Poniendo el material aislante entre las dos tapas superpuestas pero separaditas; atándolas fuertemente con tiras de nylon a guisa de guascas trenzadas pasadas por los citados agujeros; y conectando cada cable del fallecido sun comercial a cada una de las tapas mediante otro agujerito”, se dispusieron a probar el invento que, bien usado, apenas producía mucho ruido y una bajada de tensión en las bombitas de luz. “A veces, y no fueron pocas, se oía de pronto una explosión, el griterío de soldados y sillas desparramadas y, a la vez, sobrevenía un gran apagón en el Regimiento.”
En Punta de Rieles no se llegaba a tanto. Una vez prohibieron todo, todo. Sin yerba ni cigarrillos, sin visitas ni paquetes, las provisiones secretas tocaban fondo. La yerba usada y secada al sol sería muy tanguera pero era un asco. Una requisa y la malévola pequeñez de las soldados dejó como saldo que la poca yerba disponible apareciera mezclada con sal. Irrecuperable. Para alegría del grupo, alguien sacó de la galera una última cebadura. Solo faltaba resolver el asunto del agua caliente. Entonces los dioses se apiadaron de las infelices mortales enviando un rayo colérico a la chimenea que atravesaba todos los pisos del penal. Unos cuantos ladrillos saltaron en la pared del baño dejando a la vista un hueco infernal por el que asomaron alegres llamas rojizas: un providencial calentador de agua. Con el termo escondido entre las ropas se pedía permiso para pasar al baño y, mientras una se las ingeniaba para calentar el agua en jarros metálicos sin achicharrarse, otra en el baño de enfrente hacía funcionar el neosun de guillette. Dos termos de agua caliente para la última ración de yerba, libada en rueda solemne.
Y no es que el sun –mega o neo– fuera la única forma clandestina de calentar agua. Hubo en el penal de Libertad un calentador improvisado en una cajita de pomada de zapatos Nugget, con cuatro trozos de alambre. En el centro de cada cabo formaban un rulo y doblaban un extremo hacia abajo, a modo de pata. El otro extremo se enganchaba con el siguiente alambre hasta formar, con cuatro esquinas redondeadas, un aro del diámetro de la cajita, apoyado en cuatro patas. Por cada rulo se pasaba una hebra retorcida de lana del colchón o la manta a modo de mecha. Antes se había rescatado de la comida la suficiente grasa como para llenar la base de la cajita nugget. Así, con ese mechero liliputiense, se lograba calentar una dosis de agua como para cebar un mate. Luego se calentaba otro poquito para cebar el segundo. Era difícil disimular el hedor de la grasa por eso “el nugget” se armaba cerca de la ventana y, en caso de peligro, se apagaba ipso facto con simples movimientos muy bien estudiados.
Nada impide a los uruguayos calentar agua en nugget o con tapas de cocoa, en cambio, ya no podrán hacerlo libremente con el sun. Vaya entonces en estas líneas un saludo a la heroica resistencia del sun cuya peligrosidad ha sido injustamente exagerada.