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lunes, 23 de agosto de 2010

LA INSEGURIDAD ES MUCHO MAS QUE DELITO

El investigador argentino Gabriel Kessler lleva años estudiando la llamada “inseguridad”. Que es mucho más que delito, asegura. Y se atreve a decir que la inseguridad no es sinónimo de ruptura de la ley. Aquí, analiza cómo se relaciona la sociedad con ese fenómeno, cómo cambia esa relación en el tiempo y qué papel juegan los medios.

Por Natalia Aruguete y Walter Isaía

–¿Cómo define el concepto de inseguridad?

–Tal cual está tematizado en la Argentina, tanto en el campo político, mediático como en la población, la inseguridad no es sinónimo de delito, ni siquiera de todos los delitos violentos. La inseguridad es la sensación de una amenaza aleatoria que puede abatirse sobre cualquiera en cualquier lugar. La idea central es la de aleatoriedad, le puede pasar a cualquiera. Muchas veces causa sensación de inseguridad, por ejemplo, el que haya jóvenes reunidos en la calle que no están violentando ninguna ley. Por eso digo que la inseguridad no es sinónimo de ruptura de la ley.

(...)

–¿A qué llama pánico moral?

–Es un concepto de Stanley Cohen. Se refiere a la representación mediática y el efecto que causa en la población, desmesurado en relación con lo que podría ser la objetividad de ese hecho y respecto de otros problemas mayores que aparecen en la sociedad. Este autor analiza qué noticias generan pánico moral y cuáles no. Cohen dice que el pánico se genera cuando la víctima es presentada como alguien de nosotros, que no se trata sólo de ese hecho, sino que es la punta del iceberg o parte de “una ola”, algo que va a seguir sucediendo, y este dispositivo legitima una demanda hacia el Estado y la voz de los expertos. Lo que yo digo es que el delito o la sensación de seguridad están jalonados por momentos de pánico moral, pero también por la cotidianidad y la repetición. Estos no son “casos” con nombre propio, se olvidan, no tienen nombre, pero van sedimentando en una representación de una sociedad más insegura. A veces, el pánico moral tiene como efecto generar reacciones rápidas, cuya eficacia y contenido son poco estudiados. Si las políticas de un Estado con respecto al delito van a estar fundamentalmente basadas en situaciones de pánico moral, hay un problema.

Seguir leyendo en http://www.pagina12.com.ar/diario/dialogos/21-151840-2010-08-23.html

domingo, 22 de agosto de 2010

Quilapayun A LA MINA NO VOY

Están vivos los 33 mineros chilenos atrapados en un socavón


Están vivos los 33 mineros chilenos que hace 17 días quedaron atrapados a 700 metros de profundidad en Copiapó.
Una sonda dirigida desde la superficie en el día de hoy llegó hasta el lugar donde supuestamente estaban los trabajadores. Al recuperar la sonda descubrieron un papel que decía, simple y maravillosamente:  “Estamos bien en el refugio los 33”, escrito con pintura roja.

Los próximos pasos que se deberán dar para sacar a los 33 mineros fueron explicados por el encargado técnico de las labores de rescate, André Sougarret, quien advirtió que las tareas se extenderán por unos 3 a 4 meses.Sougarret precisó que “estamos bajando la sonda con cámara de televisión y audio para hacer el primer contacto”, lo cual se podría concretar en una hora y media más para luego comenzar el entubamiento del pozo que demora unas seis horas aproximadamente. Explicó que una vez realizado este trabajo, se iniciará la entrega de alimentación que consiste primeramente en líquido, glucosa y después de otro tipo de alimento.
De esta manera se podrá hacer llegar los elementos para que los mineros sigan resistiendo. “Ahora viene la etapa dos, de generar una nueva sonda de mayor tamaño, con trabajo topografico, y estamos viendo una imagen de Codelco Andina. Hablamos de 3 a 4 meses”, explicó el experto.
Si alguien creía que este tipo de condiciones laborales era cosa del pasado dése por enterado: condiciones insalubres, riesgo de vida, precariedad. Y un comportamiento del planeta que nadie puede prever con exactitud. Es decir, cuando las empresas y los gobiernos mandan a las personas a trabajar en esas condiciones, asumen una responsabilidad sobre su vida. ¿O no? 





http://www.youtube.com/watch?v=so7GzcGFJvs

viernes, 20 de agosto de 2010

UNA NIETA RECUPERADA DIO SU TESTIMONIO EN EL JUICIO POR AUTOMOTORES ORLETTI

(En Página 12, 20-VIII-10)

Carla, la joven de la prodigiosa memoria

Fue apropiada por Eduardo Ruffo y recuperó su identidad en 1985. Vive en España y volvió para denunciar al represor, quien abusaba de ella cuando era niña, y a otros miembros de la banda de Aníbal Gordon.
Por Juan Carlos Martínez



Uno de los testimonios más importantes en el juicio oral y público que se sigue a los responsables de los múltiples delitos de lesa humanidad cometidos en Automotores Orletti es el que ofreció el 12 de agosto Carla Artés Company, quien, junto con su madre, Graciela Rutila, permaneció en ese centro clandestino de detención hasta que el asesino y torturador Eduardo Ruffo se apropió de ella. “Debo suponer que la persona que me llevó debe ser la misma que asesinó a mi madre”, dijo Carla en una parte de su preciso relato, clavando su mirada en Ruffo, pero el cobarde inclinó su cabeza hacia el piso. “No tenía dudas de que no aguantaría mi mirada”, diría luego de prestar su testimonio.
Hasta instantes antes del ingreso de Carla a la sala, Ruffo giró varias veces su cabeza para saludar con una sonrisa o un guiño de ojos a una rubia oxigenada que ocupaba una de las sillas del ala reservada a familiares y amigos de los verdugos. Ruffo, que se jactaba de ensayar tiro al blanco disparando a la cabeza de sus indefensas víctimas, se apropió de Carla cuando tenía poco más de un año y la mantuvo en su poder hasta dos meses después de haber cumplido los diez.
Serena, firme y segura, Carla hizo su relato y luego respondió a cada una de las preguntas que le formularon el fiscal, los miembros del tribunal, los abogados de la querella y la defensa de represores. El mayor impacto de su declaración fue cuando reveló que Ruffo había abusado sexualmente de ella mientras estuvo en su poder, siendo una niña.
Esto produjo la rápida intervención del fiscal, quien pidió a los jueces que se ordenara el trámite judicial previsto para casos de esa naturaleza. Uno de los defensores se opuso al pedido con el argumento de que se trataba de una cuestión de índole privada y ajena al tema que se estaba debatiendo. El presidente del tribunal anunció un cuarto intermedio de quince minutos que se prolongó más de una hora. Reanudada la audiencia, el juez informó a las partes que las actuaciones sobre la revelación de Carla pasarían al ministerio público.

Prodigiosa memoria

Carla era una niña cuando comenzó a ver los rostros de los principales miembros de la banda ultraderechista que dirigía Aníbal Gordon y que integraba, entre otros, su apropiador Eduardo Alfredo Ruffo.
Dotada de una prodigiosa memoria, aquella niña que hoy es una mujer de 35 años ofreció a los miembros del Tribunal Oral Federal número 1 detalles de lo que vivió en el hogar formado por Eduardo Ruffo, Amanda Cordero y Alejandro, otro niño que probablemente también es hijo de desaparecidos durante la dictadura militar (ver aparte).
En la sala sólo se encontraban tres de los acusados: el ex general Eduardo Cabanillas y los parapoliciales Eduardo Ruffo y Honorio Martínez Ruiz. En realidad, había un cuarto: el militar abogado Bernardo José Menéndez, condenado en primera instancia a prisión perpetua por secuestros y asesinatos durante la dictadura militar. A pesar de ese antecedente, Menéndez estaba en la audiencia como defensor de sus compañeros de crímenes, secuestros y torturas y hasta se dio el lujo de formularle algunas preguntas a Carla (ver aparte).
“Tengo una buena memoria fotográfica”, dijo Carla ante el tribunal. Recordó lugares, personas y otros hechos que quedaron grabados en su prodigiosa memoria. Mencionó el nombre del colegio al que concurrió hasta segundo grado, cuando Ruffo pasó a la clandestinidad para eludir la orden de captura que pesaba sobre él a poco de instalarse el gobierno democrático. “Era el Colegio Betania”, dijo Carla, que fue retirada de aquella escuela en 1984 y hasta el momento en que Ruffo fue detenido permaneció oculta en los distintos lugares elegidos por el genocida para no ser atrapado.
Ruffo utilizaba distintas credenciales con nombre falso y para que los niños no fueran advertidos en los controles de las rutas, Carla y Alejandro iban en el asiento trasero del auto, cubiertos por una manta y encima de la manta dos grandes perros de policía.
Esta situación se la contó Carla a su abuela el primer día que Sacha bañó a la niña. “¿Y estos rasguños?”, preguntó la abuela al observar la espalda de su nieta. “Son de los perros, abu”, respondió Carla.
Carla recordó que los Ruffo vivían en un departamento de Soler y Billinghurst, en el barrio de Palermo, donde su abuela Sacha pasó jornadas enteras indagando sobre la vida del apropiador de su nieta. Contó que Ruffo tenía una casa en Cariló y que allí vio desfilar a miembros de la banda de Aníbal Gordon. Dijo, también, haber visto en ese lugar un verdadero arsenal e identificó a Raúl Guglielminetti como uno de los asiduos visitantes.
El presidente del tribunal le preguntó a Carla si podía reconocer a alguna de esas personas, Carla asintió, y fue en ese momento cuando le entregaron una carpeta con fotos que fueron identificadas sólo con un número. Carla comenzó a observar la carpeta, hoja por hoja, y a medida que iba reconociendo a los personajes los mencionaba por su nombre y así reconoció al propio Ruffo, a Guglielminetti, a Gordon y a sus dos hijos y a otros miembros de la banda. En un caso en que no recordaba el nombre, Carla dio como dato certero que esa persona tenía dos hijos a los cuales identificó por sus nombres de pila.
En su fresca memoria Carla mantiene vivo el recuerdo del momento en que fue separada de su madre. Dijo que desde siempre grabó en su memoria el rostro de la persona que la retiró de su lado, que “era de tez blanca, ojos muy oscuros, barbado, que vestía una camisa blanca”.

Carla en agosto

Un cuarto de siglo atrás, Carla abandonaba el infierno en el que vivió durante nueve años. El 25 de agosto de 1985 fue rescatada de las manos de Ruffo, asesino y torturador de Automotores Orletti. Ruffo fue apresado en la quinta La Susanita, ubicada en el kilómetro 48 de la ruta 8, cerca de Pilar.
Otro 25 de agosto, pero de 1976, la niña y su madre fueron entregadas por la dictadura boliviana a su par argentina en la frontera Villazón-La Quiaca. Desde allí fueron trasladadas a Buenos Aires y confinadas en aquel centro clandestino de detención, tortura y muerte que funcionaba en el barrio de Flores.
Graciela, la madre de Carla, había sido detenida en Oruro, Bolivia, donde residía con su madre e hija, el 2 de abril de 1976 por su participación en una huelga de mineros. El padre de Carla –Enrique Joaquín Lucas López– fue asesinado en Bolivia por la dictadura de Banzer.
Matilde Artés, más conocida por el apodo de Sacha –madre de Graciela y abuela de Carla– inició la búsqueda de ambas desde España, donde se radicó escapando de las dictaduras que en la década del ’70 se instalaron en este continente.
El 14 de julio de 1984, Sacha llegó a la Argentina con un dato preciso que las Abuelas de Plaza de Mayo habían obtenido a través de intensas investigaciones: establecieron el nombre del apropiador de Carla.
“En quince días me llevo a mi nieta a España”, dijo Sacha en el mismo aeropuerto en aquella fría mañana del invierno porteño. Fueron dos largos y traumáticos años los que debió esperar para cumplir aquel sueño.
Dos años más tarde, Sacha y Carla dejaron la Argentina por decisión propia, porque la inestabilidad política generada tras el levantamiento carapintada despertó fundados temores sobre los riesgos que corría la niña en aquel contexto. Hacia España vuelve Carla un cuarto de siglo después de haber regresado a la vida, al amor y la libertad.


lunes, 16 de agosto de 2010

Objetos con historia


Las agujas

“Somos como pájaros de verano
que encaramados en los hombros del invierno
no cesan de anunciar
que los días se alargan.”
William Shakespeare

No desaparecían nunca. Ni siquiera en las requisas más minuciosas, ni en
las más despiadadas. No desaparecían porque las llevábamos puestas. Como una escarapela filiforme cada una de nosotras llevaba consigo sobre el pecho, junto a la solapa del uniforme, una, dos, tres agujas. Algunas las llevaban prendidas en las puntas del cuello de la camisa y no faltaba la excéntrica que se las ensartaba en los puños. Pero no eran un adorno.

 Había de todos los tamaños y grosores.

Las gordas y romas de ojo ancho almendrado servían para bordar. Solo las más pacientes bordaban en petit point; había que usar bastidor, estirar bien la arpillera, sujetarla lo más fuerte posible con los aros y bordar una vuelta de izquierda a derecha y la vuelta siguiente de derecha a izquierda para que no se torciera la tela. Aun así a veces, inexplicablemente, el procedimiento no daba resultado y había que forzar la geometría. Mirá cómo me quedó. Parece un gusano. Ayudame a cinchar a ver si se endereza, vos agarrá de esas dos esquinas y yo de las otras dos. Bueno, dale. No, chiquilinas, tienen que agarrar la arpillera en diagonal…

Más seguro era el punto cruz. Seguro, banal, inocentón. En pulcro punto cruz bordamos en el 80 el tapiz que gritaba la palabra Libertad en estilizados caracteres armenios, indetectables para la censura. Y preferido por las poco amantes de los trazados ortogonales, como yo, era el “punto pincelada”. Las puntadas libres como pinceladas para pintar con lana la Silla de Van Gogh, copiándola de la maravillosa edición de Cartas a Theo de Cedal.
Años después, con punto pincelada y a seis o siete agujas simultáneas, bordamos en la cabecera de una sábana escenas de la vida en el boliche El Resorte que le regalamos a Rita. Ella leía cada noche desde su cucheta un cuento de Juceca para todas las de su celda un rato antes de la “hora de silencio” y las carcajadas que reafloraban incontenibles seguían escuchándose desde las celdas del fondo hasta casi la medianoche. También a cuatro o seis agujas y de casi un metro cuadrado fue el tapiz que hicimos para la familia de Seregni e igual de grande el que le hicimos llegar a Ferreira Aldunate.

Al comienzo de la cana las que hacían maravillas con las agujas eran unas pocas. Las que habían ido a colegio de monjas tenían la destreza adquirida desde la infancia en horas de bordado y vainilla, pero las demás apenas sabíamos hilvanar o coser botones. En el 76, peritas e ignaras, todas nos volvimos expertas remendonas cuando súbitamente se nos rompieron al mismo tiempo los uniformes, las sábanas y los championes. Había culminado la vida útil de “las escafandras”, el primer modelo que nos tocó cuando nos impusieron el uso de uniformes poco después del golpe de estado. Y hasta que nos dieron “las campanas” (el siguiente modelo, de camisas cortitas y con pinzas) ese año anduvimos cubiertas de parches y remiendos hechos de retazos multicolores que casi no dejaban espacio al gris.
Con el andar del tiempo todas, hasta las más torpes, aprendimos a coser, a tejer, a bordar, pero nunca a hacer medias para un general. No era torpe la veterana a la que se le rompió la aguja de aquella máquina de coser que tuvimos a principios del 73, cuando le mandaron coser unos quepis para los oficiales. No eran torpes las compañeras que, durante semanas, con aguja de Penélope hacían como que cosían el forro de un sospechoso estuche –¿para un rifle, para un sable?–, a fines del 75. Sin tijera ni aguja, Ivonne y la Griega cortaron por lo sano cuando, paradas delante de aquella caja a medio forrar rodeadas por el comando en pleno del penal dijeron redondamente: “No”.

Cuando nuestras agujas se rompían no las tirábamos. Las agujas quebradas que calentábamos al rojo vivo e insertábamos en los cabos de los cepillos de dientes viejos servían como punzones para grabar hueso y guampa, para hacer minúsculos agujeritos en pedazos de cuero o para rasguñar invisibles miradores en la pintura de las ventanas, hasta que en el 81 las cegaron con planchas verdes de acrílico.

Los mil y un usos de las agujas los fuimos descubriendo a golpes de ingenio contra represión. Aprendimos que las de hilvanar, delgadas y largas, eran las mejores para que quedaran flojas las cuatro puntadas con que sujetábamos el número que teníamos que llevar cosido en la espalda. Las de crochet eran ideales para insertar los papelitos clandestinos en sus escondites; las de tejer de palo eran perfectas para sostener las figuras de cartón de nuestro “cine” de sombras chinas, y las de metal comunes servían para rescatar, en los períodos de incomunicación y prohibición de tabaco, los puchos nocturnos que en épocas de bonanza se iban acumulando adentro de los tubos de las cuchetas.
Pero las más codiciadas fueron siempre las bien finitas que, ocultas en las costuras dobles o triples de nuestra caparazón gris o pinchadas en la suela de los championes, marchaban con nosotras al calabozo. Tenía que ser minúscula la aguja que llevaba Lola cuando la sacaron al cuartel para interrogatorio en el 75. Cuando semanas después volvió al penal llevaba un anillo de exquisita filigrana en el dedo anular de la mano izquierda. ¿Qué es ese anillo que tenés ahí? Lo hice en el calabozo con mi agujita sacándole hilos al dobladillo de la camisa.
En el calabozo, también, cada una con su aguja, intercambiamos durante un mes con Lilián mensajes que escribíamos diminutamente sobre tablillas que fabricábamos con miga de pan mascada y que nos dejábamos ocultos en el baño. Lilián me contó información fresca de afuera y yo la puse al tanto de la interna carcelaria. Un día la tablilla de Lilián traía otras palabras. Para ayudar a la memoria, como siempre que quería recordar algo para siempre, les puse música. Eran las de Shakespeare. 

Escribe: Lucía Fabbri